Vuelvo al libro de Miguel Hernández.
Al azar lo abro para que vuelen las palabras de sus hojas, y hacerlas presentes, vivas.
Vuelvo al libro y leo en voz alta intentando dejar en mis paredes los ecos de su acento, la imagen de su mar y de su herida, de la soledad de su silencio.
Hoy recuerdo su adiós, su adiós final, su eterna despedida.
Y escribo verso a verso este poema que la casualidad me ofrece.
Pero el silencio puede más que tanto instrumento.
Silencioso, desierto, polvoriento en la muerte desierta,
parece que tu lengua, que tu aliento,
los ha cerrado el golpe de una puerta.
Como si paseara con tu sombra, paseo con la mía
por una tierra que el silencio alfombra,
que el ciprés apetece más sombría.
Rodea mi garganta tu agonía
como un hierro de horca
y pruebo una bebida funeraria.
Tú sabes, Federico García Lorca,
que soy de los que gozan de una muerte diaria.
Miguel Hernández